La leyenda del Convento de San Francisco


 

Como todas las grandes ciudades, Valladolid también tiene sus leyendas, y dada la gran densidad de su historia, no son pocas.

La leyenda que os voy a contar hoy, está relacionada con uno de esos grandes edificios desaparecidos de nuestra ciudad, el Convento de San Francisco, cuya demolición redibujó por completo el centro de Valladolid para convertirlo en lo que es hoy día.

Este enorme Convento fue durante siglos el más importante de la orden franciscana en España y uno de los más relevantes en Europa, y precisamente por ello, dentro de su sagrado recinto fueron enterrados grandes personajes históricos como Cristóbal Colón o el rey irlandés Red Hugh O´Donnell, así como grandes nobles y otras personalidades sin títulos pero con los bolsillos llenos, condición económica que siempre agilizaba el trámite para llegar al cielo…como es el caso que nos ocupa.

Al morir un rico y acaudalado jurista, dejó una buena cantidad de dinero reservada para ser enterrado en un buen sitio y con buenas vistas en el Convento de San Francisco, todo ello con el servicio completo de persona VIP, que, entre otras cosas, incluía el encargo a uno de los mejores oradores de entre los que en ese momento se encontraban ejerciendo el oficio de fraile en el convento, de un panegírico en su recuerdo

Con la intención de lucirse, tanto por la importancia económica del mandato, como por la calidad e influencia de las personas que asistirían al funeral de este jurista, el fraile decidió encerrarse en la biblioteca para rematar su discurso de despedida y que éste quedara de quitarse el sombrero. Fetén, fetén.

En mitad de la noche, solo, cansado, y sin que aún hubiera llegado el café a Europa, el fraile empieza a escuchar un ligero ruido que rompe el total silencio del convento, ruido que siente cada vez más cerca, empieza a apreciar cómo crece el volumen de unas voces que no llega a reconocer, el sonido de una trompeta desafinada, y un gran tumulto que está llegando a la biblioteca en la que se encuentra.

Asustado, ya que piensa que esa extraña multitud va en su busca, salta de su silla y se esconde debajo de los estantes.

Desde su escondite, este aspirante a estrella de la oratoria observa como entra en la biblioteca un bizarro grupo enlutado de arriba abajo, algo así como si los Marilyn Manson y sus fans más góticos y acérrimos hubieran decidido salir de fiesta, y presencia cómo uno de ellos toma asiento a modo de manda más, y ordena que pongan ante él el alma del jurista fallecido, apareciendo a continuación, conducido por varios demonios, el desdichado alma de su homenajeado envuelto en fuego y arrastrando unas gruesas cadenas, que tras ser colocado en un lugar de honor, es enjuiciado por ese peculiar tribunal.

Ante la mirada ojiplática del aterrorizado abad, una de las sombras enlutadas pasa a leer una interminable lista de las tropelías cometidas por el jurista, tanto en su vida privada como durante su larga trayectoria profesional, siendo tal el número de delitos, injusticias y otros pecados, que, en comparación, dejaban a Osama Bin Laden como un niño de San Ildefonso.

Como no podía ser de otra forma, se dictó sentencia y el letrado fue condenado: cárcel perpetua en el infierno en cuerpo y alma. Y esta cadena perpetua no era revisable ni susceptible de tercer grado por buen comportamiento…

Pero había un problema en materia de ejecución de esta sentencia: el fallecido tenía la sagrada forma en la boca, por lo que estos infernales agentes penitenciarios, no podían tocar el cuerpo para ejecutar esta parte de la condena.

Por esta razón, el demonio, que todo lo sabe, miró fijamente al abad, que permanecía en su escondite, y tras las protestas del clérigo, ya sabéis, las típicas en estos casos, “yo no sabía nada…”, ”...con lo noblote que parecía, ¿Quién lo iba a decir? …”,  ”…era muy majo, me saludaba en el ascensor…”, ordenó que llevaran al pobre cura a la iglesia donde estaba la sepultura del fallecido, vestido con “sus ropas de trabajo” y un cáliz para poner remedio al problema que había surgido con la condena.

Una vez allí, el religioso hizo lo que le mandaron, colocó el cáliz en la boca del difunto, de la que salió la hostia consagrada, y la depositó en el recipiente sagrado.

De esta forma, liberado el cuerpo del finado del único obstáculo que impedía que su cuerpo fuera sometido a la pena a la que había sido condenado, los demonios lo recogieron sin ningún tipo de trato privilegiado y se lo llevaron a los infiernos.

Pero no se fueron con un adiós muy buenas, que tenga usted un buen día.

Cuando el fraile protagonista de esta historia se alejaba rumbo al altar mayor, pensando, vaya, de la que me he librado, el demonio que presidía la sesión de este tribunal de los avernos se dirigió a él, y de forma intimidante, le ordenó que en el sermón que estaba preparando contara todo lo que había visto y escuchado esa noche para que toda la ciudad conociera la realidad de la vida del letrado y su destino, tras lo cual, toda la demoniaca comitiva abandonó el convento rumbo a los infiernos con un ostentoso estruendo, quedando Valladolid sumida en una excepcional tormenta de agua, rayos y truenos.

Al día siguiente, ante su distinguido público, que estaba deseoso de escuchar loas al fallecido jurista, llegaba el gran momento de gloria del pobre fraile, quien, obligado a cumplir el mandato del propio Lucifer, y para sorpresa de todos, no declamó un discurso de admiración y homenaje al muerto, sino que narró la historia de lo ocurrido la noche anterior y de la vida llena de atropellos e injusticias del abogado, lo que dejó a los asistentes boquiabiertos de incredulidad, advirtiéndoles muy seriamente de las consecuencias de sus malas acciones y de la necesidad de llevar una vida virtuosa, sirviendo esta historia de escarmiento a aquellos de entre el público que se dedicaran a hacer el mal.

Como “bonus track” de esta historia, añado un pequeño análisis sobre lo que podría haber de verdad en esta historia.

Don Rodrigo Ronquillo, Alcalde de Casa y Corte de la Real Chancillería de Valladolid

Sobre la identidad de este desdichado letrado, se apuntó a que podría referirse a Don Rodrigo Ronquillo, Alcalde de Casa y Corte de la Real Chancillería de Valladolid, y persona que sería muy cercana a Felipe II.

Como bien sabéis, cualquier personaje con cierto poder genera a su alrededor muchos amigos interesados y, sobre todo, enemigos acérrimos, deseosos de arruinar la reputación de su rival, a lo que en el caso de Don Rodrigo habría que sumar su extraordinaria impopularidad, al ser él quien encausó y condenó a muerte al obispo de Zamora Don Antonio de Acuña, uno de los protagonistas de la revuelta comunera.

Esta teoría debe de ser descartada por completo.

Esta curiosa historia ha llegado a nuestros días gracias al historiador Juan Agapito y Revilla, aunque parece ser que fue recogida por escrito por primera vez a finales del siglo XV, y dado que todo lo escrito suele tener un origen en la tradición oral, es claro que la fecha en la que se narró por primera vez debe de ser anterior.

Por esto mismo, es evidente que Don Rodrigo Ronquillo no puede ser el desgraciado protagonista de esta historia, por el simple hecho de que no encaja en absoluto en el periodo temporal en el que tuvo origen esta leyenda, y esto sin entrar a juzgar la honradez de Don Rodrigo, que, dicho sea de paso, y a la vista de cómo funcionaban las cosas en la época, no me extrañaría que las tropelías cometidas por él dejarán cortas a las que hubiera cometido el letrado que acabó en los infiernos.

Lo que sí que es del todo cierto es que esta leyenda tuvo en su momento tal grado de creencia popular, que según se cuenta, los propios monjes del Convento de San Francisco hacían una especie de ruta turística a la capilla donde ocurrieron los hechos, mostrando a los visitantes el agujero de la bóveda abierto por el grupo de demonios para huir hacia el infierno portando el cuerpo del fallecido jurista.

Quién sabe, tal vez fuera verdad…

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